martes, 9 de junio de 2020

Mahtob y Palomino

En un pueblito de nombre Cuscatlán, donde la población no pasaba de 500 habitantes, se encontraba un telebachillerato que solo tenía 15 alumnos, al terminar la mayoría se dedicaría a trabajar la tierra de sus padres y uno quizás continúe con sus estudios.

Cuscatlán está alejado de la Capital, llegar ahí implica subir gran parte de la montaña, donde las puntas de los arboles se pierden entre la niebla y dan la sensación de tocar el cielo, un frío constante, por ratos cae aguanieve, puedes escuchar al viento susurrar, los arboles crujir, un aire limpio que te llena los pulmones, conforme te vas acercando empiezas a ver el humo salir de las casitas de madera, otras más de adobe, era muy difícil acceder al lugar, la mitad del camino es terracería y ese año por las lluvias se habían dado muchos derrumbes. Todos los días a las 7:30 de la tarde noche sonaban las campanas de la iglesia, debía ser a esa hora para indicarle a la gente que era momento de guardarse en casa, pues a partir de ese momento seres y espíritus rondan la montaña.

Ese ciclo escolar llegó al pueblo un nuevo profesor, eran escasos los maestros que se animaban a subir y pasar sus días sin comunicación, el maestro Agustín había sido asignado a esa comunidad y se llevó con él a su hija Mahtob, era padre soltero, su madre había fallecido durante el parto, decidió llamarla así porque significa “Luz de Luna” y desde la noche de su nacimiento ella fue su única luz. Mahtob tenía 17 años, cursaría ahí su último año.

Mahtob era una chamaca (así le decía su abuelita) de ojos grandes, largas pestañas, cabello negro y de carcajadas escandalosas, la alegría andando, robaba suspiros con solo sonreír. Su padre se había percatado de ello y procuraba estar lo más cerca posible; en la Capital había una tradición, los viernes de Cuaresma los pretendientes regalaban rosas a la niña que les robaban el sueño; esos viernes es cuando más presente estaba Agustín para lograr quizás así ahuyentar a más de un osado, pero terminaba con resignación ayudando a cargar las rosas que le regalaban a su pequeña pícara.

-       ¡Vaya edad, cuántos cambios y tú sin madre que te guíe Mahtob! –

Solía decirle eso Agustín y después recomendarle que en la noche le pusiera hielos a las rosas para que le duraran más.

En los pueblos se acostumbra que al maestro le dan un pequeño cuarto para que ahí viva sin gastar en renta y algunas familias se turnan para darle de sus alimentos pues es bien sabido que tanto en la Capital como en los pueblos se está igual de jodido y el maestro viene a apoyar con los escuincles lo más que se pueda.

Llegó el primer día de clases, a las 2 a.m. había comenzado a llover y las calles eran lodo, el frío se podía sentir en los huesos. Ese día Mahtob conoció a sus compañeros, no fue difícil aprender los nombres porque eran pocos, sin embargo, había un joven que observaba con mucha ternura a Mahtob y no era discreto en ello, su nombre era Palomino, solía salir corriendo al final de las clases pues debía ayudarle a su padre con los chivos y las vacas, por las noches a la luz de una vela hacer las tareas; de computadoras, celulares o acceso a internet ni hablamos, las únicas consultas de información eran en la pequeña biblioteca que había en su escuela, que se había logrado con algunas donaciones de libros organizada por la esposa del gobernador y las pocas obras que llegaban a agregarse era por el maestro en turno como una muestra de cariño por los alumnos que dejaba y los que llegaran, un mensaje de no rendirse y seguir estudiando.

Mahtob era peculiar, para su edad se hubiese esperado que estuviera inconforme por el pequeño cuarto de madera al que habían llegado a vivir, pero no fue así, tenía la cualidad de adaptarse a cualquier situación, se encontraba maravillada con las hermosas vistas que la Sierra ofrecía, el poder andar entre la naturaleza abrazando arboles que parecían infinitos, atrapando ranas de color verde claro intenso y ojos rojos, acariciando a las vacas y sus becerros, le encantaba ver a los conejos saltar entre los arbustos moviendo su nariz, comiendo y brincando con gracia, la cola esponjosa y sus largas orejas que parecían parte de su danza; sintió un poco de pena cuando descubrió que también saben muy ricos. Amaba estar en un bosque y la generosidad de las personas que habitaban ahí, la amabilidad y sencillez, el respeto que sentían por su padre Agustín, le divertían las mamás que por la mañana encaminaban a sus hijos hasta la escuela y pasaban a decirle al profesor…

  -Si mi hijo no pone atención no lo dude y dele un buen coscorrón o reglazo, cualquier método le vendrá bien a su atención que suele fugarse por momentos. ¡Ay maestro debería de ver a José, vive en las nubes este muchacho! y si no hace la tarea me dice para que en la noche su papá le dé sus debidos cinturonazos. –

Agustín no creía en esos métodos de enseñanza, pero le reconfortaba saber que tanto la madre como el padre estaban al pendiente del desempeño académico de sus bendiciones.

Un fin de semana que Palomino andaba pastoreando se encontró a Mahtob, la vio desde lejos porque solía usar una chamarra roja y se podía apreciar que estaba abrazando un árbol como de costumbre, le divertían sus ocurrencias, le gustaba verla como disfrutaba que sus pies se hundieran entre el pasto y el lodo, era tanta la humedad y lluvia que ese pasto brotaba entre charcos de agua, y ahí andaba Mahtob brincando y salpicando, atrapando insectos y platicando con los caballos.

-       Está loca y me gusta. -  Eso concluía Palomino.

Se volvió costumbre que los sábados y domingos se reunieran en el mismo árbol, mientras los animales andaban a su antojo, ellos platicaban, reían, jugaban. Mahtob insistía que si se quedaban quietos y en silencio podrían ver algún hada o un duende. Palomino no se burlaba, guardaba silencio y mientras ella estaba alerta acechando cualquier movimiento, él se dedicaba a observarla, solía reír con su cara de maravilla cuando salía un conejo o el golpe de las ramas entre si la tomaban por sorpresa. Palomino le habló de los nahuales, le explicó que los disfrazados, dobles o proyectados, son hombres que nacen con el don de adoptar la forma de algún animal, pero que no bastaba con tener esa cualidad, se requería de una larga preparación que va de generación en generación y se instruye desde pequeños, cada vez eran menos los que conservaban ese conocimiento, las familias optaban por irse a la capital y dejar atrás sus orígenes.

Por la tarde comían con los papás de Palomino o con Agustín, terminaban de comer y se ponían a estudiar, así se fue formando una amistad entrañable, eran inseparables y nadie tenía problema con eso.

En julio llegaron las lluvias intensas, este año era muy distinto, las nubes parecían guardar mucha furia en su interior, llovía tan fuerte que por medio de perifoneo avisaron que se suspendían clases y labores; era la única forma de mantener a todo el pueblo informado, cuando alguien recibía una llamada se podía escuchar:

-       Señora Fabiana Pérez tiene una llamada –

Lo mismo para tequios y fallecidos, por ese medio se hacía saber el lugar y la hora.

Fue un 10 de julio a las 4 a.m. cuando se escuchó la tierra, un sonido que por si solo eriza la piel, tan profundo y desconocido, todo se cimbró y no dio tiempo de reaccionar. Hubo un deslave de tal magnitud que arrasó con la mitad del pueblo, los que iban saliendo de sus casas no daban crédito a la escena, empezaron a organizarse, algunos rascaban con sus manos la tierra, otros traían maquinaria y otros más a sus bueyes para jalar la tierra, la desesperación era mucha, debajo de todo eso se encontraban amigos, familiares, vecinos, todos dolían por igual, los gritos y lamentos rompían con el silencio de la montaña, otros más tomaron su camioneta y se fueron a los pueblos más próximos para pedir ayuda.

Agustín no podía creer lo que acababa de suceder, Mahtob y él habían corrido con suerte, pero era momento de ayudar, dejó a su hija con las señoras que preparaban café para los hombres que trabajaban bajo la lluvia, moviendo rocas, arboles, lodo, escombro, todo lo que se interpusiera en su búsqueda. Las mismas señoras que iban recibiendo a los pequeños que de milagro sobrevivieron, los abrazaban y limpiaban como si fueran de su sangre, lloraban por aquellos que ya dormían eternamente como angelitos. Mahtob ayudaba en lo que podía, mantuvo el temple o quizás estaba en shock por ver los cuerpos de algunos compañeros. Fue entonces cuando un pensamiento se atravesó en su hacer, con la misma velocidad y fuerza con la que lo hace un rayo - ¿Dónde está Palomino? ¿Y sus papás? ¿Les habrá dado tiempo de salir? -. Prefirió ser paciente y esperar por noticias.

En el transcurso de la madrugada fue llegando la ayuda de otros pueblos, incluso el gobernador ya estaba al tanto, pero esperaría a que fuera de día para llegar al lugar, las tomas delante de la cámara eran mejores así que en la penumbra. Conforme fue saliendo el sol el panorama era más desolador, desgarraba ver como la fila de cadáveres iba en aumento, todos conocidos, cada vez menos esperanzas de encontrar vida. A las 9 de la mañana fue encontrado el cuerpo de Palomino y sus padres. Mahtob limpió los 3 cuerpos, no podía permitir que su amigo y sus papás siguieran con lodo, con un abrazo se despidió de su amigo. Agustín tuvo que separarla de él y consolarla.

Llegaron todos los apoyos posibles, marina, ejército, donaciones; enterraron a sus seres queridos y poco a poco el pueblo fue retomando sus fuerzas, sobrevivió la mitad y en sus rostros se percibía el dolor, pero continuaron.

Transcurrieron los meses y Mahtob se armó de valor para regresar al lugar dónde se reunía con Palomino, el silencio se le hizo cruel, no quiso abrazar ningún árbol, se mantuvo ahí de pie, llorando por ese amigo que ya no estaba, ya no volverían a bailar bajo la lluvia ni escucharlo reír con sus historias, estaba ahí en medio de la nada sintiendo como si un animal feroz la hubiera desgarrado por dentro, un ardor en el pecho, un dolor intenso en el estómago que subía hasta la boca, la vista se le nublaba y las lágrimas no dejaban de brotar, se tiró de rodillas en el suelo y siguió llorando hasta que sintió algo en su hombro, no estaba segura si lo estaba imaginando o en verdad algo se había posado sobre su  hombro, giró el rostro y ahí estaba, un ave, una paloma de color gris claro con un sutil plumaje negro en el cuello, parecía un collar, estaba posada ahí sin más, con toda la confianza del mundo.

Mahtob dejó salir su aliento ante la sorpresa, no quería moverse para no romper ese mágico momento – Palomino ¿eres tú? ¿qué estoy diciendo? ¡Definitivamente estoy loca! – soltó un suspiro y las lágrimas seguían recorriendo sus mejillas, la paloma comenzó su arrullo, Mahtob la tomó en sus manos y la abrazó, de alguna manera lo sabía, se trataba de su amigo que había trascendido como en las historias que siempre le contaba. Agustín no le dijo nada cuando vio llegar a su hija con el ave, sabía que había llegado para quedarse, parecía una persona más en la casa, cuando escuchaba música también participaba cantando a su manera, cuando Mahtob y él se sentaban a comer, el ave también llegaba a la mesa, esperaba a que Mahtob regresara de la escuela para emprender el vuelo y aterrizar en su cabeza, en el pueblo se acostumbraron a ver a Mahtob caminando con su ave en el hombro, se dejaba acariciar por todos y de alguna forma volvían a ver al par de amigos que mucho tiempo atrás caminaban de la mano por esas mismas calles.

El día que Agustín y Mahtob se marcharon, el ave se fue con ellos.